Mi Ciudadano Kane.
Venia ya entrado el otoño de su vida y a penas esperaba más nada. Había tenido una vida plena, dominando cada negocio, cada estrategia, cada jugada desde la atalaya de su enorme mansión “pirámide” . Toda la vida estuvo rodeado de mezquinos aduladores que le daban siempre la razón en cualquier porfía. Notaba en cada una de sus palabras, en cada uno de los gestos, en cada una de las miradas; el color de la hipocresía, la sombra del miedo.
Olía el temor de los banqueros encorchetados en sus trajes hechos a media, por si decidía mudar las cuentas de sus millonarias transacciones y llevarlas a la competencia. El temor de jóvenes empresarios que se habían jugado todo su futuro en ser proveedores de las múltiples industrias del magnate y cuyos contratos dependían siempre, del humor del directivo. El horror de un manojo de abogados picapleitos cuyo prestigio dependía exclusivamente de que “el viejo” no decidiera cambiar de bufete y les dejara en la calle y arruinados.
En los últimos tiempos, el anciano pasaba muchas horas en su cámara, solo, cabizbajo, pensativo. Una tarde en la que estaba anudando su corbata frente a su espejo de “vidrio al ácido” con marco de platino y adornado con enormes piedras preciosas, su mirada se heló. Éste le devolvía una imagen aterradora, vacía, inerte. No sabría explicarlo pero, sabía que algo no iba bien, ya nada le animaba.
Pocos días después, al regresar a casa de una de sus reuniones como presidente de administración de una de sus múltiples empresas se cruzó con el doctor que salía del edificio destinado a la servidumbre. Una de sus cocineras había sufrido un ataque al corazón. Estaba grave y era ya mayor; cuarenta y cinco años al servicio; primero de su padre, y posteriormente de él.
Ella prácticamente le había criado y por tanto, sintió la necesidad de subir a verla. Lejos de encontrarse a una mujer preocupada y decaída, ésta le recibió con una cálida sonrisa y poco después, retirando la vista a un lado balbuceó: lo lamento señor, siento mucho no poder prepararle hoy su comida como todos los días.
Nuestro magnate, cogiendo una de sus arrugadas y enjutas manos entre las de él, la miró a los ojos y no encontró miedo, no encontró tristeza. Solo vió esa vergüenza por no poder atender a sus obligaciones cotidianas. Apretando un poco más la mano de la anciana entre las suyas él la contestó: no te preocupes de nada tiita (así la llamaba de niño cuando ambos estaban a solas) ahora preocúpate solo de sanar. Lo demás no importa
Durante los siguientes días no dejaron de aparecer por el edificio del personal de servicio de la mansión, innumerables sirvientas, chóferes y todo tipo de trabajadores de las inmediaciones. Todos querían presentar sus respetos a la ya moribunda anciana. Nuestro protagonista miraba aquella repetida escena sin dejar de maravillarse.
Subió a su cuarto, y se encaró con su espejo. Se miró a los ojos y a voz en grito exclamó:¡estúpido, has malgastado toda tu vida! Creías que lo tenias todo, que podías comprar todo pero, no tienes nada. De que te sirve tanta mansión, tanto yate, tanto jet privado, tanto “amigo de lata” a tu alrededor; si no tienes el cariño, la ternura, el calor humano, de ninguno de ellos..
En aquellos momentos nuestro maestro de los negocios y las finanzas, hubiera cambiado todo su patrimonio, todo su poderío, toda su influencia; por un poquito de todo ese amor del que su cocinera disfrutaba, y que no le costaba un solo centavo.
Venia ya entrado el otoño de su vida y a penas esperaba más nada. Había tenido una vida plena, dominando cada negocio, cada estrategia, cada jugada desde la atalaya de su enorme mansión “pirámide” . Toda la vida estuvo rodeado de mezquinos aduladores que le daban siempre la razón en cualquier porfía. Notaba en cada una de sus palabras, en cada uno de los gestos, en cada una de las miradas; el color de la hipocresía, la sombra del miedo.
Olía el temor de los banqueros encorchetados en sus trajes hechos a media, por si decidía mudar las cuentas de sus millonarias transacciones y llevarlas a la competencia. El temor de jóvenes empresarios que se habían jugado todo su futuro en ser proveedores de las múltiples industrias del magnate y cuyos contratos dependían siempre, del humor del directivo. El horror de un manojo de abogados picapleitos cuyo prestigio dependía exclusivamente de que “el viejo” no decidiera cambiar de bufete y les dejara en la calle y arruinados.
En los últimos tiempos, el anciano pasaba muchas horas en su cámara, solo, cabizbajo, pensativo. Una tarde en la que estaba anudando su corbata frente a su espejo de “vidrio al ácido” con marco de platino y adornado con enormes piedras preciosas, su mirada se heló. Éste le devolvía una imagen aterradora, vacía, inerte. No sabría explicarlo pero, sabía que algo no iba bien, ya nada le animaba.
Pocos días después, al regresar a casa de una de sus reuniones como presidente de administración de una de sus múltiples empresas se cruzó con el doctor que salía del edificio destinado a la servidumbre. Una de sus cocineras había sufrido un ataque al corazón. Estaba grave y era ya mayor; cuarenta y cinco años al servicio; primero de su padre, y posteriormente de él.
Ella prácticamente le había criado y por tanto, sintió la necesidad de subir a verla. Lejos de encontrarse a una mujer preocupada y decaída, ésta le recibió con una cálida sonrisa y poco después, retirando la vista a un lado balbuceó: lo lamento señor, siento mucho no poder prepararle hoy su comida como todos los días.
Nuestro magnate, cogiendo una de sus arrugadas y enjutas manos entre las de él, la miró a los ojos y no encontró miedo, no encontró tristeza. Solo vió esa vergüenza por no poder atender a sus obligaciones cotidianas. Apretando un poco más la mano de la anciana entre las suyas él la contestó: no te preocupes de nada tiita (así la llamaba de niño cuando ambos estaban a solas) ahora preocúpate solo de sanar. Lo demás no importa
Durante los siguientes días no dejaron de aparecer por el edificio del personal de servicio de la mansión, innumerables sirvientas, chóferes y todo tipo de trabajadores de las inmediaciones. Todos querían presentar sus respetos a la ya moribunda anciana. Nuestro protagonista miraba aquella repetida escena sin dejar de maravillarse.
Subió a su cuarto, y se encaró con su espejo. Se miró a los ojos y a voz en grito exclamó:¡estúpido, has malgastado toda tu vida! Creías que lo tenias todo, que podías comprar todo pero, no tienes nada. De que te sirve tanta mansión, tanto yate, tanto jet privado, tanto “amigo de lata” a tu alrededor; si no tienes el cariño, la ternura, el calor humano, de ninguno de ellos..
En aquellos momentos nuestro maestro de los negocios y las finanzas, hubiera cambiado todo su patrimonio, todo su poderío, toda su influencia; por un poquito de todo ese amor del que su cocinera disfrutaba, y que no le costaba un solo centavo.